Breve tratado sobre el error

Un artículo de opinión que no habla de grandes cosas, no es una teoría profunda sobre nada, pero sí quizá una breve reflexión sobre el acto de equivocarse, desde el amor y la fotografía.

Entre las páginas de un libro, de esos que cada cierto tiempo me gusta releer, encuentro una nota con una frase manuscrita: Amor, Odi. Què serà aquest cop? –Amor, Odio, ¿Qué será esta vez?–.

De pronto me surgen muchas dudas: ¿Quién ha escrito esa nota? ¿Por qué está entre las hojas de mi libro? ¿Esa nota es para mí? No puedo evitar leerla como un reproche, así que, de alguna manera, la nota se muestra como la prueba de un delito.

Dice Roland Barthes que el amor llega por inducción, pero el desamor también. Ya no es una sencilla nota: un conjunto de palabras ordenadas que transmiten un mensaje simple, cotidiano y orgánico, vamos, que no es la lista de la compra. La nota aparece como un objeto simbólico. De alguna manera su imagen me interpela, me inculpa. Què serà aquest cop? ¿Me pregunta a mí o es una duda existencial lanzada al aire? Incluso asumiendo la ficción del asunto, esa pregunta ya forma parte del imaginario arqueológico de un desamor.

He fotografiado la nota para convertirla en vestigio, quedarme con la representación y guardar el original como quien guarda un ánfora romana: objeto inútil protegido en una urna de cristal, aislado en el tiempo, del aire y la erosión. Entre el original y su representación, yo me quedo con la imagen: relato de una historia ficcionada, construida a partir de una afectación, de la inevitable emocionalidad con la que interpretamos el mundo que nos rodea. La fotografía tiene mucho de eso, es tan falsa que ya no tiene que disimular. La imagen de la nota es la propia imagen de una ficción, tan real como la vida misma.

Breve tratado del desamor

Creo que volveré a ver la peli El día de la marmota (1), esa en la que Bill Murray revive cada día el mismo día. Tengo una sensación parecida, me despierto y sé que será lo mismo. Nada cambia y yo sigo como esperando que suceda algo, que se despeje la niebla del camino y me descubra más o menos hacia donde voy.

Pienso en el vencejo, ese pájaro que siempre está volando, que no para nunca, hasta dormir y comer lo hace en pleno vuelo. Pero sabe en todo momento hacia dónde va, el destino lo tiene claro. Qué envidia, yo me siento como un vencejo desorientado, al que la brújula no le funciona o al que, simplemente, un día le dicen que a su destino ya no podrá ir nunca más. Volando sin rumbo fijo, pero continuamente.

Y, pienso, yo antes podía volar hacia cualquier lugar porque el sentido final de cada vuelo, de todo viaje, siempre eras tú. ¿Qué hago ahora si volar ya no tiene ninguna gracia? Ni la fotografía me consuela, pues estamos tan fusionadas que a ella le invade la incerteza tanto o más que a mí. ¿Qué fotografío ahora? Nada merece atención. Nada sorprende. No hay curiosidad. No hay aventura. No estás tú.

Y así, como un vencejo en el día de la marmota, dando vueltas sin parar, con la sensación de que el mundo no se mueve, continúo mi vida en un absurdo standby. Esperando olvidarte. Esperar es una mierda y el desamor es una vocecita que te dice, continuamente, la has cagado, jódete.

El desamor es un corazón roto y eso me recuerda todas esas veces en las que estoy a punto de cometer un error. Me expongo una y otra vez a algo que no funciona. Y da igual. Debe ser muy humano declararse tan fiel al error, un acto disidente ante la corrección que nos gobierna. Equivocarse es una mierda, pero es lo que hacemos a diario. ¿Qué hago? ¿Lo hago? Y lo hice. Y evidentemente fue un error. Me paso la vida cuestionando si estoy haciendo lo correcto, como si hubiera una sola opción posible, un solo camino y debiera acertar siempre.

No entiendo por qué no nos enseñan a equivocarnos. En todas las escuelas debería estar implantada la asignatura del error. Aprender a cagarla con más dignidad y consciencia, como los especialistas de cine, que saben caerse, quemarse a lo bonzo o lo que sea, con un cuerpo que parece de goma. Los errores nos definen, somos las cagadas que cometemos, una y otra vez. Ya nos podrían enseñar a enfrentarnos a nuestros fallos, asumirlos y adaptarlos a nuestra vida, quizás entonces no nos dolerían tanto. En cambio, se empeñan desde la misma cuna en que hagamos lo que está bien, por supuesto entendiendo el bien desde la mirada del éxito y la competitividad, lo normativamente correcto, vamos, que joderla no está bien visto. Si lo pienso detenidamente, lo correcto, desde esta sociedad neoliberal y patriarcal es algo que da mucho miedo.

Me gustaría hacer una deconstrucción del error, diseccionarlo, ver las tripas, destriparlo yo misma con mis propias manos. El error me provoca continuamente. Es inesperado, aunque lo haya estado invocando todo el rato. Error, me rindo a tus pies, te abro las ventanas de mi casa, te ofrezco mi cuerpo desnudo, haz de mí lo que soy, alma errada.

Me atrae la tara, lo atrofiado. No entiendo lo pulido. Lo impoluto es antinatural. La erótica del error está por todos lados. La sensualidad gobierna en lo imperfecto, en el roto y en lo caído. Lo exótico nunca está en lo que se repite. No hay misterio en lo igual. Solo en lo diferente encontramos curiosidad, en aquello que no está tan sobado de corrección y verdad. El error es político, mi cuerpo está lleno de error.

Me miro la piel, es muy blanca y está llena de pecas. Un cuerpo blando, con arrugas y cicatrices. El sudor delata el estado de mis hormonas. Tengo pelo que dejo crecer salvaje por todas partes. Caderas anchas, un pezón más grande que otro, una pierna sutilmente más larga, espalda encorvada dependiendo del estrés, mi cuerpo es el mapa estratégico de todas las batallas que lidio a diario.

Pienso en Lorenza Böttner y su cuerpo tullido. Lloré en la expo de La Virreina frente a su imagen, lloré por su desobediencia. En un vídeo Lorenza baila sin parar mostrando una libertad conquistada, a partir de su cuerpo re-sexualizado, re-erotizado desde la más absoluta disidencia. La danza es un acto revolucionario. «Aquí estoy yo», advierte Lorenza, mientras gira y gira sin parar. «Va por todxs los que están fuera de la norma».

Quiero fotografiarme a través de mi cuerpo, desde mi piel, como un latido arrítmico. Espero que la fotografía me penetre hasta lo más profundo, que de alguna manera me rompa. ¿Para qué sirve hacer fotos si no? Aprendí del error pues las fotografías correctas no me susurran al oído ideas locas. No me emocionan. Son perfectas y lo perfecto no estremece.

A mí, que siempre lo quiero cuestionar todo, ya desde esa fotografía errada que me acompaña casi de forma fortuita, predestinada, el error se me aparece como un regalo. ¿Y si solo puedo entender la fotografía desde mi propia piel, quiero decir, desde la construcción de un relato inspirado en todas esas contradicciones de la propia rutina, de este mundo extraño que transito y que no termino de entender en mi privilegiada condición? Privilegiada, pues, al fin y al cabo, no dejo de ser una tipa blanca que, aunque no tenga un duro, aquí está, escribiendo lo que le da la real gana, accediendo al pensamiento y siendo, en general, feliz. Lo político parte de mí, a través de las imágenes que miro y hago. Esa responsabilidad tenemos quienes trabajamos en y para la imagen.

Recuerdo que, cuando estudiaba fotografía, un día me enseñaron la obra de Ansel Adams, el sumun de la perfección fotográfica, unos maravillosos y sublimes paisajes, perfecta gama tonal, la composición, todo enfocado y definido. Creo que a nivel fotográfico es de lo más soporífero que conozco. Su fotografía me aburre de lo bien hecha que está. Quiero decir, a mí Ansel Adams no me emociona nada: es perfecto, no hay error. De hecho, es el inventor del sistema de zonas, un método anti-error que se enseña en todas las puñeteras escuelas. Estudiar el sistema de zonas es un tipo de tortura que no sirve para nada, al menos para mí.

Pero si hay algo que acompaña a todas las escuelas y centros de fotografía es esa admiración obsesiva y fanática por lo tecnológico, como si fuera lo único que define una imagen, ser buena. Volvemos a lo correcto, desde un pensamiento tecnocrático que nos atonta hasta lo más profundo de la estupidez humana. La fotografía podría ser otra cosa. Qué pena que la base del sistema educativo en la mayoría de las escuelas no contemple la emoción o el amor como fundamento de cualquier aprendizaje. Aprendemos aquello que nos emociona profundamente, pues el amor es lo más revolucionario que existe. Y pienso en las bellas palabras de mi buena amiga Noelia Pérez, siempre tan acertada, “debemos construir nuevos deseos, en nuestras prácticas fotográficas y en nuestras prácticas políticas“.

Breve tratado del amor

Cariño, el mundo ha cambiado, no lo sabes, pero tú y yo sobrevivimos a su imagen bélica, a esa envolvente humareda de violencia presente de mil maneras distintas en todas las rutinas. Violencia estructurada, inyectada en las escuelas o en los centros de trabajo y asumida como normal. Lo normal es una verdad inventada, pero no es la nuestra.

Cariño, la gente interactúa en un mundo sin sorpresa, que ya está de vuelta de todo, sobreinformado, reactualizado, un mundo aplicado que tiene más respuestas que preguntas. Todos saben de todo y tú y yo somos felices en la inopia.

Cariño, el mundo ha cambiado pero la incertidumbre siempre nos ha seducido, desde el primer instante en que te miré a los ojos, esos que en algún momento fueron verdes. Así construimos nuestra historia entre la sospecha y el deseo, felices de descubrirnos después de un Gotim Bru y un Caprici. El amor no surge, más bien eclosiona, cocido a fuego lento con la erótica de la incerteza.

Cariño, el mundo va a otra velocidad, en otra longitud de onda, se mueve rápido, pero tú y yo nos embelesamos al sol, mirando perros blancos trotar alrededor de un feliz pastor negro, con su palo y su sombrero. La quietud nos invade, hacemos una tortilla, bailamos cumbia y nos deseamos entre besos y caricias. Fuera hace frío, pero no nos importa.

Cariño, el mundo puede estallar; de hecho, está en riesgo constante, en peligro inminente, pero tú y yo lo vemos a cámara lenta, como esa imagen de una bomba atómica explosionando con forma de coliflor, en un cielo apocalíptico. Y lo vemos como quien ve llover tras los cristales, desde el calor de lo protegido.

Cariño, reinventemos el mundo, hagamos nuestro deseo disidente, reconfiguremos el amor y que se contagie. Tú y yo, con ese aire despistado que nos describe, somos activistas del placer, del amor y de sus historias.

Cariño, tú y yo somos el mundo.

Las opiniones y reflexiones reflejadas en la serie de contenidos “Hablando en plata” corresponden única y exclusivamente al autor o autora de cada uno de los artículos, con total independencia de la línea editorial del medio.


(1) Esta película se llamó en España ‘Atrapado en el tiempo‘. Fue en Chile que se llamó ‘El día de la marmota‘. En parte aquí la gente la conoce de ese modo, pero en rigor no es el título que tuvo en su exhibición en España.

One Response

  1. Impresionante Débora, como me gustan tus crónicas, cuantas verdades y que bien expresadas. Me siento muy identificada con muchas de las cosas que dices y te lo agradezco, es un placer leerte. Me gusta lo imperfecto, los errores y la humildad. Muchas gracias por emocionarme, a esto yo le llamo ARTE.

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