Me gusta recordar que los fotógrafos no somos tan diferentes de los escritores, los pintores o los cineastas, y que transitamos caminos similares al enfrentarnos a nuestro trabajo. Me hace sentir parte de una comunidad que comparte procesos y rituales, que se embarca muchas veces sin rumbo fijo y naufraga otras tantas para llegar a un puerto desconocido. Concibo la labor creativa como un constante trabajo de campo que me sirve para ordenar y representar visualmente las inquietudes, filias y fobias que, como a la mayoría, se me presentan de una manera anárquica y recurrente. La fotografía es el medio con el que más y mejor me he expresado, pero hago uso igualmente de la escritura, el vídeo, el audio y la recopilación de archivos y documentos propios y ajenos.


Creo que en los primeros compases de un movimiento está la esencia de todo lo que viene después. Por eso procuro estar atento al modo en que surgen las cosas y al lugar de donde vienen. El Cuaderno de campo –un diario visual y escrito que me acompaña desde hace años– ha sido y sigue siendo el contenedor más fiel de mi trabajo, ya que recoge el germen y el proceso de casi todas mis series, y de muchas otras ideas o reflexiones que no han sido más que apuntes, notas de campo, fragmentos sueltos que, no obstante, son tan importantes para mí como el proyecto más cerrado.


Nací en Buenos Aires, en el otoño austral de 1973, en una familia desarraigada por más de cien años de migraciones. Mi rama paterna viene de la Europa del este, y la materna de Italia. Me exilié con mi hermano y mi madre en España a la edad de cuatro años. Los temas a los que vuelvo una y otra vez nacen de esa sensación de extrañamiento frente nociones como el territorio, la identidad y la memoria. Creo que la necesidad de pertenencia tiene mucho que ver con lo que nos falta, lo que buscamos sin llegar nunca a encontrar. Esa búsqueda vital se parece a lo que ocurre, en mi opinión, con la fotografía, donde lo más importante es lo que no se ve, lo que permanece oculto en la imagen.


En todo hay un germen de algo, que puede desarrollarse o no. En mi experiencia de aquellos primeros años de infancia está el origen de lo que me interesa contar con mi fotografía. He llegado a convencerme de que nuestro itinerario vital –nuestros intereses, búsquedas, afinidades, inclinaciones…– se articula en torno a un solo hecho determinante, a una sola obsesión troncal, de la que se ramifican muchas otras temáticas. Me interesa hablar de lo que hacemos con lo que la vida ha hecho de nosotros. Las historias que me atraen nacen después de que algo haya ocurrido, y se centran en la manera en que se gestionan las secuelas. En la forzosa resignificación, frente a una circunstancia inesperada que lo ha cambiado todo, de asuntos como el origen, la identidad, el territorio, la familia, el pasado y el destino.


Por aquella época en la que en mí se estaban incubando las temáticas que hoy son síntoma, diagnóstico y cura de mi desasosiego, en otra parte del mundo se produjo un hecho que, años después, me daría cuenta de que fue determinante para la formación de mi mirada.

El 28 de julio de 1978 se presentaba en el Museo de Arte Moderno de Nueva York la exposición, acompañada del catálogo, Mirrors and Windows: American photography since 1960 –Espejos y ventanas: fotografía americana desde 1960–, que marcaría un punto de inflexión en la fotografía contemporánea, y sentaría las bases de lo que hoy conocemos como fotografía de autor. John Szarkowsky, director del departamento de fotografía del MOMA, comisario de la exposición y coordinador del libro, aseguraba en su tesis que la práctica fotográfica había experimentado una evolución, trasladando su interés desde lo público a lo privado. La generación de fotógrafos que maduró en los años 60 se caracterizaba, según Szarkowsky, por la búsqueda de una visión del mundo profundamente personal, frente al testimonio y propósito social de las generaciones anteriores. Bajo esta premisa, la mirada fotográfica toma una de estas dos formas. La de espejo, donde la sensibilidad del fotógrafo se proyecta a sí misma en el mundo exterior, o la de ventana, donde el mundo exterior es explorado tal como se nos presenta.

Creo que mi fotografía, en sintonía con la mirada de muchos de mis contemporáneos, bebe de ambos supuestos. No soy capaz de representar mi mundo interior en ausencia del mundo exterior. Parto de la idea del mundo real y su contenido, complejo y polisémico, como proyección de mi propio mundo. Utilizo la ventana como espejo, me proyecto en el otro para tratar de trascenderme a mí mismo, para acortar la distancia entre lo que me ocurre a mí y lo que ocurre alrededor mío. Me sirvo aquí de las palabras de Carlos Martín, amigo y comisario de la retrospectiva sobre mi trabajo que tendrá lugar en 2020 en la Sala Canal de Isabel II: “En el contacto íntimo con el drama ajeno, con las experiencias del otro, sus fantasías y sus anhelos, la cámara funciona como pantalla de proyección en la que verterse de manera confesional”.
Algunos de los fotógrafos que más me han influenciado, digamos como fuentes primarias de las que beben también otros autores contemporáneos que sigo con entusiasmo, delinearon –no siempre con esa intención– los mapas de los que muchos nos seguimos sirviendo para navegar por este mar de espejos que son ventanas y ventanas que resultan ser espejos.
La distancia frente a lo fotografiado fue un asunto crucial en la obra de Joel Sternfeld. Sus imágenes nacen de lo cotidiano y son de un marcado carácter documental. Pero Sternfeld, en la estela de sus contemporáneos del New American Color, invierte el momento decisivo tradicional para convertir lo extraordinario en familiar y al mismo tiempo hacer de lo rutinario algo excepcional. Alejarse de lo fotografiado, pareciera que para ver la escena completa, y utilizar una cámara de placas, genera un espacio frente a sus temáticas que le permite incluir capas de significado que probablemente se perderían en distancias más cortas.

El uso del tiempo en las dos series fundamentales de Stephen Shore, mostraron cómo un fotógrafo podía estar tratando una misma temática con dos ritmos diferentes y resultados complementarios. En American Surfaces usa una cámara compacta Rollei de 35mm con la que realiza un diario fotográfico veloz, a base de impactantes golpes visuales de situaciones banales y ordinarias. En Uncommon Places se traslada formalmente al lado opuesto, utilizando cámaras de gran formato para fotografiar meditadas escenas aparentemente asépticas del paisaje americano. En ambos trabajos nos regala lo que en mi opinión es el origen de una fotografía que se practica hoy más que nunca, y en la que muchos buscamos autorización: aquella que se interesa por lo extraño que suele pasar inadvertido, las contradicciones de lo cotidiano, las paradojas indescifrables de la vida.


Diane Arbus y su amor por lo extraño, su ternura hacia lo grotesco. Nan Goldin y la cotidianeidad más descarnada, la autobiografía honesta y dolorosa. Seguiría escribiendo sobre mis héroes sin cansarme, porque me acompañan cada vez que salgo a hacer fotos, son mis amigos invisibles que me recuerdan lo pequeño que soy y lo grande que es la fotografía. Tener eso presente me anima, y me reconcilia siempre con el medio que he elegido para tratar de dar una opinión sobre este mundo.
Siempre he pensado que, ocurra lo que ocurra, conviene reservar un espacio mental y físico, un tiempo en nuestros hábitos, para dedicarlo a hacer exclusivamente lo que nos apetezca hacer. Sin exigencias, sin tener que rendir cuentas a nadie, sin preocuparnos por el resultado. Un lugar donde experimentar y descubrir quiénes somos, averiguar qué queremos contar y cómo lo vamos a contar, con qué lenguaje.

A mediados de los años 90 yo trabajaba como fotógrafo, primero para el periódico El País, y luego El Mundo. Cubría las noticias diarias, corriendo de un lado a otro, con una disposición muy enérgica por una profesión que me entusiasmaba. Pero aquel ritmo no me permitía contar, contarme, como yo deseaba. Encontré una historia en la que se conjugaban las temáticas que me interesaban. Medio centenar de familias gitanas habían sido realojadas junto al mayor vertedero de basuras de Madrid, en Valdemingómez. Los niños de esas familias pasaban el día solos, en un lugar insalubre, obligados a una adultez que compensaban, sin embargo, inventándose como cualquier niño, mundos imaginarios.

De esta manera comencé a tomar contacto con el tipo de realidades de las que yo quería hablar. Aquellas resultantes de un giro inesperado, de un golpe que no se ve venir, en las que hay que reconstruirse y hacer lo que se puede con lo que se tiene.

Ha habido dos viajes que comencé de forma paralela. Uno me llevó hacia el pasado, con la serie The Family Project. El otro me cerró un ciclo del presente con Extraños –que inicialmente se llamó Las puertas de Europa–.


El primero es una indagación que necesité hacer sobre la historia de mi familia, desarmada por migraciones y exilios a lo largo de más de un siglo recorriendo el mundo para escapar de situaciones desfavorables, casi siempre violentas. Fue durante la realización de este trabajo cuando entendí mejor el origen y las motivaciones de mis circunstancias presentes. En palabras de W.G. Sebald: “ciertas cosas tienen como un don de regresar, inesperada e insospechadamente, tras un larguísimo período de ausencia” –Los Emigrados–.


Casi paralelamente, me embarco en el proyecto Extraños, para documentar la llegada de inmigrantes a la fortaleza europea. Fue un trabajo muy exigente desde el punto de vista periodístico, donde las circunstancias me llevaron a fotografiar deprisa y a primar el documento sobre la reflexión. Esto supuso un cambio de prisma en mi manera de trabajar. Necesitaba poder fotografiar con más lentitud, volver a la esencia evocativa y lírica de la fotografía que más me interesaba. Con el tiempo, he ido yendo a situaciones menos duras, donde el dolor es quizá más interno y menos evidente, pero las temáticas han sido siempre las mismas: aquellas que nacen del desarraigo, del abandono, de la escisión del yo frente a una circunstancia difícil de manejar.


A veces siento que fotografiar es como recorrer un mapa que no estaba definido antes de que lo comenzáramos. De algún modo son nuestros pasos los que van dibujando la senda por la que debemos ir. El trabajo que hacemos, nuestras fotos, saben más de nosotros que nosotros mismos. Hay que hacerles caso, siempre tienen razón.
Ese recorrido a ciegas, guiado por la intuición, lo suelo hacer en espiral. Doy vueltas en el mismo lugar, pero cada vez que paso estoy en una capa más profunda del terreno, y veo cosas distintas. Trato de excavar, buscar a fondo. Funciona como metáfora, pero también en la realidad, en la calle. Así lo hice en Pekín, por ejemplo, buscando esa generación perdida de jóvenes devorados sin piedad por una urbe de cemento, dólares y hombres. De esa deriva en espiral surgió Cuando todos seamos ricos.


Y así también en el Canal de Panamá, donde los Zonians habían creído encontrar la tierra prometida y terminaron por desaparecer al tener que devolver la tierra que usurparon casi un siglo atrás.



Me encuentro de nuevo en un lugar fronterizo, en mitad de Europa. Estoy escribiendo en mi cuaderno. He subido tres mil metros para fotografiar el lugar donde fue encontrado el primer europeo. Me estoy comiendo una pizza exquisita muy cerca de donde hace cien años se escuchaban los disparos con los que comenzaba la Primera Guerra Mundial. Frente a mi, un siciliano, un austriaco y un nigeriano utilizan un traductor de voz instantáneo y se mueren de risa haciéndole preguntas descaradas. Y me siento afortunado, recordando un poema de José Agustín Goytisolo: “las cosas son así todo es extraordinario”.