Hay algo catártico que tienen los lugares fronterizos que lo invita a uno a ausentarse por tiempo indefinido de uno mismo. Dar un paso en la línea que divide dos países es poner el contador a cero y comenzar un viaje interior donde está todo por escribir. O al menos ofrece la posibilidad de imaginar cómo sería si uno no tuviera un lugar al que volver cuando quisiera.

En el Campo de Gibraltar esta división es en realidad un revoltijo de múltiples fronteras a lo largo y ancho de un territorio atravesado por culturas y realidades tan distintas como cercanas geográficamente. Si recorriéramos el área a vista de dron, atravesando el Estrecho de este a oeste, veríamos una sucesión de escenas que podrían pertenecer a lugares y tiempos muy dispares, pero que se conjugan en un espacio mínimo de un rincón del mundo que se resiste a toda calificación y regulación. Desde el Mediterráneo hasta el vasto Atlántico se solapan las planeadoras cargadas de droga, los campos de golf, los magrebíes europeos que vuelven a su tierra en vacaciones, los buques de containers, el desempleo, los coches de lujo, los macacos en libertad, la flema británica, el mejor flamenco, la inmigración desesperada, los secretos de estado, la última colonia en suelo europeo y la singularidad de una región que, de tan delgada y orillada, recibe el nombre de La Línea.

El mar está en calma. Luna menguante. Va despuntando el día y entre la bruma se distingue una rayita que se mueve en el horizonte. Avanza en zigzag, recula, vuelve a acercarse. Parece una embarcación a la deriva. Desde más atrás llega un ruido, como un runrún homogéneo que no llego a distinguir. Hasta que detrás de un montículo aparece el helicóptero. Guardia Civil, es lo que se lee en ambos costados. Se distinguen dos ocupantes además del piloto. El aparato sobrevuela la embarcación, que se dirige, ya sin titubeos, hacia la orilla. Se aproxima a ella, la acosa, la desestabiliza. Es una lancha neumática, repleta de gente. A los mandos del motor un hombre delgado, manteniendo el equilibro de pie, hace señales al helicóptero para que se aleje. De ningún modo, seguirá ahí, pegando el morro a la popa, hasta que termine la operación. En tierra, un todoterreno del mismo cuerpo policial espera sobre la arena, tres agentes con el agua por la cintura se mueven a un lado y a otro calculando la dirección de la lancha. Uno de los ocupantes salta al agua, ya hace pie, con los brazos y una bolsa de pertenencias en lo alto, caminando dificultosamente. Los demás le siguen. Son 12 los que ocupaban una embarcación para 4 personas. Tratan de dispersarse, quieren sortear a los agentes, escapar. Uno a uno, terminan detenidos y esposados en la orilla, todos son hombres y magrebíes.
La Guardia Civil separa a uno de ellos, le acusan de ser el capitán de la embarcación, el que se ocupa de traer a los demás. El joven de bigote fino y ojos verdes sonríe, me hace señas para que me acerque, quiere que lo fotografíe.
– ‘Me llamo Mourad’, me dice, ‘escríbelo en tu periódico’.
Esto ocurrió hace 20 años, en uno de mis primeros viajes al Estrecho, aunque podría perfectamente ser el relato de mi última visita hace apenas un mes.

La Roca
Cable Car. En la estación del funicular se forma una cola de turistas asfixiados por el calor de agosto bajo un sol implacable. Las dos cabinas disponibles hacen un viaje detrás de otro, llevando y trayendo gente, por 24 libras el trayecto. En lo alto de La Roca, como llaman aquí al Peñón de Gibraltar, las vistas sobrecogen. Una densa niebla se desliza sinuosa entre los árboles, cubriendo de blanco el paisaje, para desaparecer de pronto dejando ver, como una aparición, la costa africana y un Estrecho salpicado de barcos que van y vienen, con su tripulación, con las 20.000 almas y sus historias que transitan a diario esta lengua de mar que separa dos continentes, tres países, incontables culturas y formas de vida distintas.

La Roca es un lugar extraño, más por lo que se intuye que por lo que no se ve. Un ejercito de monos salvajes domina la cima, observando a los turistas con la mirada fija, para robar la comida, y lo que pillen por el camino, al que se descuida. Vi a tres de ellos abrir la puerta de un coche y aterrorizar a todos sus ocupantes para salir tranquilamente con las manos llenas de cosas. Otro mordió en el brazo a una mujer que trataba de impedir que cogiera comida del carrito de su bebé. En la pasada década 25 de ellos fueron sacrificados y 120 deportados a Escocia. Dice la leyenda que cuando los monos abandonen Gibraltar, los británicos también se irán. De momento no parece que los simios se sientan fuera de lugar.

Pero lo más inquietante de esta montaña está en su interior, horadado de túneles, casi hueco, esconde más secretos de los que probablemente podamos imaginar. En las entrañas de La Roca se instalaron centros de comunicación estratégicos durante la II Guerra Mundial desde donde Eisenhower planeó el desembarco aliado en la costa africana. En la actualidad se esconde, bajo espectaculares medidas de seguridad, un gran centro digital de datos en el que se almacena la información de jugadores online e inversores de medio mundo. En este lugar tienen su sistema de defensa contra ciberataques muchas de las grandes compañías a nivel mundial. Y es aquí donde se gestiona la comunicación de movimientos financieros que cambian la vida de millones de personas en todo el planeta.

A mucha más profundidad, el complejo de cuevas de Gorham contiene depósitos arqueológicos que dejan constancia de cómo fue la vida de los últimos Neandertales, de quienes se descubrió aquí el primer cráneo ocho años antes que los famosos restos alemanes del Valle de Neander que les dio nombre.
Uno emerge del interior de La Roca con la extraña sensación de haber visitado una realidad paralela, y el desasosiego de saber que una parte de esos túneles son aún hoy secreto de estado y su uso es exclusivo del ejercito y los servicios de inteligencia británicos.

Algeciras
Con más de 7.000 contenedores entrando cada día, el de Algeciras es hoy en día el puerto de mercancías con mayor crecimiento de Europa. Vigilancia Aduanera no llega a inspeccionar ni el 0,05% de ellos, haría falta una inversión multimillonaria en tecnología y personal para aumentar estas cifras, y el comercio mundial sufriría pérdidas inasumibles.

Las incautaciones de toneladas de cocaína son habituales, pero siguiendo la lógica planteada, es de suponer que representan apenas un ínfimo porcentaje de lo que en realidad entra. El negocio de la droga es, junto al tráfico de personas, el más rentable del territorio, y nadie se quiere quedar sin su parte. Ya hay bandas especializadas en los llamados vuelcos: les roban la droga a los narcotraficantes. La violencia se ha extendido con tanta naturalidad que los cuerpos policiales circulan con miedo por La Línea. Uno de los sistemas que utilizan los narcos para trasladar la droga consiste en ir precedidos de potentes todoterreno que arrollan a los vehículos policiales para despejar el camino a los que vienen detrás con la mercancía.

Ajenos a todo esto, miles de pasajeros atraviesan el estrecho cada día a bordo de los ferris que conectan dos universos, casi dos galaxias distintas. Dejar Europa para poner un pie en África una hora después es como subirse a una nave espacial para aparecer en otra dimensión.

El mar huele distinto, el tiempo no pasa igual, las caras tienen otra geografía surcada en su piel, los mercados, el dinero, las almas son de otro mundo. El viaje dura el mismo tiempo que los atascos que cada día consumen la vida de millones de personas en Madrid.
Tánger
En las pensiones del centro de Tánger viven amontonados los subsaharianos que esperan a subirse a una patera para cruzar el estrecho. Su reino son las azoteas, los traficantes a los que han pagado y les ocultan no les dejan salir a la calle, para evitar ser detenidos. Desde cualquier punto alto de la ciudad se les puede ver, pasando las horas en las terrazas de esas casas bajas, donde apenas se puede respirar del calor y la humedad.

Una mañana soleada paseo por el zoco chico, después de unos días de fotografiar la espera de estos inmigrantes que ya han recorrido medio continente y han sufrido incontables vejaciones para llegar aquí. Fue unos días después de aquel desembarco de pateras en tarifa, hace veinte años. Entro en el café Al Manara y pido un te a la menta. Estoy escribiendo en mi cuaderno, el dulce aroma del té me relaja, cuando escucho que alguien se dirige a mi desde una mesa cercana. ‘Sahafii‘, me dice un hombre con capucha, ‘periodista‘, repite en español. Me sorprendo, ¿por qué me conoce? Se quita la capucha y puedo reconocer a Mourad, el marroquí que fue detenido una semana antes como capitán de la patera que transportaba a los inmigrantes. Me sonríe de nuevo y me saluda efusivamente.
– Pero… ¿cómo es posible? Si estabas detenido, acusado de un delito grave.
– Siempre es así, me confirma, me detienen, me dejan en la calle pendiente de juicio y yo me vuelvo a Tánger a esperar el siguiente viaje. Se ríe. Antes era pescador –me cuenta– llevaba pescados de contrabando a España. Ahora llevo gente, vuelve a reír. ¿Cómo van a poner fronteras en el mar?
Paso unos días en compañía de Mourad y sus amigos. Beben, fuman, se ríen, y esperan que les llame alguien para transportar otro equipaje. Esa es su vida.

Isla de las Palomas
En cierto modo, recorrer estos lugares es como estar viendo una proyección en directo de la historia reciente y contemporánea de Europa. Poder hacerlo ligero de equipaje, con una pequeña cámara al hombro y un bloc de notas, es la única forma en que lo concibo. De lo contrario yo mismo sería un elemento distorsionador y probablemente me hubiera perdido la mitad de las cosas que pude ver. Me parece maravilloso que pueda seguir llevando al hombro una cámara como la Fujifilm X-Pro3, con el mismo aspecto de aquellas con las que fui hace ahora 20 años, pero armada con la última tecnología.
Esta vieja Europa que se desvanece, que se agrieta desde dentro para dejar entrar la luz, como sugería la canción de Leonard Cohen, vive inmersa en sus propias contradicciones. Algunas tan conmovedoras como la existencia de un Centro de Internamiento de Extranjeros en la Isla de las Palomas, el punto más al sur de la Europa continental, al final de un hermoso muelle donde termina Tarifa. Una cárcel remota y melancólica, como la del Conde de Montecristo, de donde sale de vez en cuando algún africano desorientado, arrastrando una maleta por ese pasillo revuelto de aire y arena que es la perfecta metáfora y puerta de entrada a una Europa confusa y apenas reconocible.


X-Photographers – Matías Costa nace en Buenos Aires, Argentina, en 1973. Vive en Madrid. Su trabajo explora las nociones de territorio, identidad y memoria, a través de una aproximación artística a la tradicional fotografía documental.
Su trabajo ha sido ampliamente expuesto en centros de arte de todo el mundo, y forma parte de colecciones de arte como el Museo de América (España), el Hubei Museum of Art (China), el Museo de Arte Contemporáneo (Panamá) y colecciones privadas.
A lo largo de su carrera ha recibido numerosos reconocimientos, como el World Press Photo en dos ocasiones, el premio Descubrimientos en la primera edición del festival PhotoEspaña o la mención de honor en el Concurso RM de Fotolibro latinoamericano. También ha ganado el Premio Leica, en el Festival Images de Vevey, Suiza y ha recibido las becas de la Fondation Lagardère en Francia y Fotopres de la Fundación La Caixa.
Ha publicado los libros Zonians (La Fábrica, 2015), Photobolsillo (La Fábrica, 2011 y reedición en 2014) y The Family Project (Lens, 2012). Profesor en la Escuela Universitaria TAI-Universidad Rey Juan Carlos y en las escuelas EFTI y LENS, de Madrid. Recientemente ha sido becado por el programa Leonardo para Investigadores y Creadores Culturales, de la Fundación BBVA, para realizar su proyecto sobre La vieja Europa.
Este artículo ha sido elaborado como resultado de un acuerdo comercial con Fujifilm España; dicho acuerdo no conlleva ninguna exigencia relativa al contenido del mismo, así como a las opiniones en él incluida. Todas las imágenes han sido realizadas con un Fujifilm X-Pro3.