¡Válgame si no se ha escrito ya sobre el nacimiento del cine! Todo pelma del séptimo arte (entre los que me incluyo el primero), arqueólogo devoto y cinéfila que se precie, ha leído y escuchado mil historias (algunas, segurísimo, mentira) sobre hermanos franceses, maños importadores, científicos filántropos, pioneras avasalladas, magnates yanquis y locos inventores en pugna por la patente de turno. Resultaría pues, aburrido, casi abrasivo, citar otra vez los acontecimientos clave que todo quisque conoce y hablar de la luna esa con cara que tiene un proyectil clavado en el ojo, para llegar a los toldos de retroproyección del Mandaloriano pasando por Charlot y los mismos de siempre.
En este artículo, más bien se pretende venir a contar lo mismo, pero desde el otro punto de vista. Por ponernos cinematográficos, desde “el contracampo”. Desde el lado del espectador y sus hábitos de consumo. Por supuesto, más allá de las carpas meadas de a níquel, los teatros art-decó y las multisalas de centro comercial. Este ensayo invoca a un paseo, no sólo por el cine, sino también por sus sucedáneos, como el televisor y los computadores. Algo así como un historia de audiovisual, sintetizadísima y un poco de cachondeo, desde las entendederas de quien lo deglute (que venimos a ser todos).

Fotos que se mueven, ficciones que imitan a la vida y didácticos documentos gráficos, literatura para la que no hace falta saber leer. Y de cómo nos hemos comido las raciones de esta substancia en las diferentes épocas. Todo en dos entregas: el siglo XX y el XXI.
De La Revolución Industrial a La Era Pre-atómica.
Sabemos de sobra que “revolución industrial” y “cine” van de la mano. No obstante, hay quien suele hablar de El Invento como si fuera un arte antediluviano. En ocasiones, citamos al “Séptimo Arte” como si ya rodaran cortos en Altamira, apelando a su condición de “necesidad humana”, como si la humanidad no hubiera existido hasta fines del siglo XIX. Bien es verdad que existió un arquitecto llamado Dédalo, de cuando los griegos (que a la hora de dejarlo todo inventa’o fueron los amos), que diseñó una suerte de “proto-zootropo” (trate de leerlo en alto) muchos años antes del Netflix. Se echaba la tarde dándole vueltas a estos aparatos y mirando sin parpadear.
El 28 de diciembre de 1895, y no antes, se realiza la primera proyección con público. Y los Lumière no contaban con mecenas de sangre azul, ni tenían ninguna misión papal. Eran empresarios al sopesquete de la próxima patente que reventara ferias y verbenas. Ya habían realizado algún que otro pase ante amigos, y varios más con científicos, todo a modo de probatura. De hecho es sobradamente conocida la postura de los hermanos galos, que consideraban al cinematógrafo como otro cachivache más propio de esa efervescente época que otra cosa, sin futuro ninguno ni nada.

Pero, después de negociaciones con propietarios de toda índole (imagínense los caretos de estupor de los, como los llaman ahora, “restauradores” y empresarios teatrales), consiguen el Salón Indio del Gran Café del Boulevard para una tarde. Un localucho de París con muy poco aforo, lo más práctico para la fe de los hermanos. Si entraba menos gente y la proyección no le molaba a nadie, todo pasaría más desapercibido. Por solo un franco, cualquier persona interesada pudo asistir a la primera proyección cinematográfica de la historia.
Sin embargo, todos sabemos que (como pasa con los grandes engendros mecánicos del ocio) dicha proyección resultó ser un exitazo de los que terminan estomacando (fue aquello del tren, que todos nos sabemos en su versión light y en la exagerada). De ahí surgió ya todo el tema casi de golpe: barracas de carpas de entrada barata, pioneros sucursales (en nuestro país, fueron otros hermanos, los aragoneses Hnos. Jimeno), testimonios documentales de guerra… La cultura visual del espectador va adaptándose al lenguaje, al mismo tiempo que el lenguaje de la criatura evoluciona en formas y efectos, aprovechando dicha adaptación del personé. Cine y siglo XX nacen siameses y crecen cogidos de la manita.

Sólo quedarían unas pinceladas de sus buenos magnates fascistoides norteamericanos, ansiosos por hurgar en el aparato y con parné suficiente como para derrochar película en aeroplanos y tíos vestidos del Klu Klux Klan; y de los oligarcas soviéticos, sacándole jugo al tema con fines propagandísticos para dejar fijadas las normas (a mí me gusta más llamarlos “trucos”) para narrar, y ya estaba. En apenas cuarenta años, las películas pasan de ser pantomimas en plano general concreto, a ficciones completas, con varias tramas a la vez (como cualquier buena novela u obra de teatro moderna) y un lenguaje narrativo universalmente aceptado y totalmente “vírgen”. Antes de la Segunda Gran Guerra, el cine ya se ha alejado lo suficiente del retrato fotográfico y de la puesta en escena teatral. Era (es) un acaparador de otras artes, pero se había convertido en un arte en sí mismo y “la cámara” se había aceptado internacionalmente como un pincel o un cincel.

Gracias a ese defecto en la vista que tenemos algunos simios, llamado “persistencia retiniana”, uno podía ver proyectada en una tela la vida de alguien que vivía a varias generaciones de distancia. Lo mismo era mentira, pero era mucho más preciso que un libro, y más aún que una historia contada por el abuelo inventer en torno a la hoguera. El cine no dejaba espacio a que el espectador completara con su imaginación. Nadie se formaba la imagen del héroe a base de descripciones escritas o caracterizaciones atisbadas desde la última butaca de un teatro: lo veía caminar y respirar en la pantalla, fumar de cerca, sudar y sangrar, oía su voz y era testigo de su universo. Otro rollo que no tardó en volver loca a la humanidad entera, copando niveles de importancia que (más vistos en retrospectiva) afectaba a las civilizaciones en lo más hondo de su sociedad.
En aquellas décadas (de los 30 a los 50 del siglo pasado) la gente no protestaba tanto cuando había algo que no les gustaba para cenar, sobre todo porque no solía haber nada para cenar en la mayoría de los países. Estaba vetado quejarse por madrugar, no existían las vacaciones pagadas y, por supuesto, no había ese desprecio que hay hoy día (como si las pelis y series las trajera el mar) tan de los jéiteres d’esos.
Y, eso es verdad, tampoco había tantas vías de ocio como hoy en día. El cine lo era todo. En nuestro país, en plena hambruna de posguerra, el cine era asequible, incluso en zonas rurales subdesarrolladas. El señor padre de un servidor, ha narrado muchas veces cómo, en su infancia, sus amigos juntaban una peseta entre todos para que uno sólo de ellos asistiera a la proyección; éste le contaba la película a los demás al salir, con todo lujo de detalles en el arte de la mímica y la onomatopeya; y, al domingo siguiente, le tocaba ir a otro. A la mayoría de España le costaba mucho, pero más caros eran los toros y el fútbol.

El cine mostraba países que nadie imaginó siquiera, modos de vida más modernos (“¡Hombres fregando, y con mandil!”, exclamaban en nuestras salas las señoras), animales exóticos, moda textil, arquitectura extranjera, música de vanguardia, gente de razas que nunca nadie había visto por el pueblo… incluso cosas que no se había visto ni en cromos, porque no existían. El cine abrió fronteras, derribó tabúes, sirvió a intereses de poderosos, propagó ideas, vendió productos, impuso modas, censuró sustancias, cambió leyes, creó clichés y frases hechas de Wisconsin a Sagunto…
Las estrellas de la pantalla llegaron a alcanzar categoría de semidioses (eso es lo único que servidor no echa de menos, la verdad). Ríase usted de estos influencers de ahora, fenómenos de feria al lado de los caretos del Hollywood de los Grandes Estudios. El cine era lo único que consumía todo quisque. Y encima se utilizaba en ciencia, en propaganda, en educación, en espionaje y documentación militar, en periodismo, en turismo y en publicidad. El cine era reclamo en sí mismo, inspiraba novelas y tebeos, propagaba patentes e iconos, se copiaba y plagiaba, se adaptaba al papel o a la radio, se proyectaba hasta en la ropa tendida. El cine era sinónimo de “Primermundismo” aunque no existiera la palabra; de “integración social”. Lo que se dice “petarlo” pero en términos gargantuescos.
Perfecto. Ya estaba hecho. Casi cualquiera podía ver imágenes, como las fotos, en movimiento; sin dejarse la vista evitando parpadear frente a una cartulina enroscada. Y no ya fotos, sino ¡dibujos! en moviento. Y encima se podía escuchar al mismo tiempo ¿Cuál era el siguiente paso? La inmediatez.
En 1927, la BBC One inglesa llevaba a cabo la primera emisión pública de imágenes formadas de puntos eléctronicos, de Londres a Nueva York: se había revelado ante el mundo la televisión. La CBS y la NBC harían lo mismo en los Estados Unidos de 1930 coincidiendo con la inauguración de la Exposición Universal de Nueva York, y TF1 de Francia lo haría en 1935. Alemania también pergeñó su propio sistema de televisión electrónica, con programación regular y todo en 1935, que culminaría con la retransmisión de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. En nuestra piel de toro, el milagro ocurriría en 1956. Ya se podía transmitir y retransmitir en directo, comunicar con imágenes y sonido con mayor prontitud que un periódico.

Con el tiempo (muy poco, en realidad) se podía mostrar también material previamente rodado (principalmente en 16 mm) y emitir tranquilamente. Las horas de emisión iban creciendo y la democratización del electrodoméstico (aunque más lentamente) también. El American way of life exigía uno en cada hogar, y las fuerzas de la llamada Acción Católica no tardaron en recomendarlo como elemento de cohesión familiar indispensable. Sus ficciones entraron en pugna directa con la industria del cine en salas. Al largometraje común le había salido un enemigo, que al mismo tiempo era hijo directo, y empezó a desparramar con el novedoso color, y los formatos más locos, cada vez más panorámicos. Pero, como decía Kipling (y el final de Conan) “eso es otra historia“.
Todo era pugna. Si el cine apelaba al espectáculo grandioso, al cachivache moderno y el regusto artístico, la tele jugaba su carta de la “inmediatez”, la actualidad y lo novedoso, sin duda, El Directo. Al cine uno iba como al teatro o la ópera, la tele la tenía que tener todo el mundo, simplemente para estar en este planeta. Información de primera mano, deporte, ficciones serializadas, música, salud y naturaleza, programas concursos, magazines (antes llamados “variedades”)… la tele se distinguió enseguida, antes como aparato que como arte. Y el cine pasó a ser un espectáculo “para ir arregla’o”, si bien no perdió un átomo de su carácter popular.
Coincidió la cosa con los chiculines de la Cahiers y la intelectualización del cine. El inventó tomó categoría de “Séptimo Arte” al tiempo que se desprofesionalizaba, por mor de cubrir los puestos necesarios en el mundo de la televisión (el esfuerzo por separar cine de televisión, dando indiscutiblemente por mejor al primero, continúo hasta finales de siglo, por cierto). Pero imaginen un instante el gepeto de Paul Gottlieb Nipkow, el ruso que había patentado la mandanga original, ya en 1885, y había pasado del asunto simplemente por pérdida de interés. Muy como los Lumière pero a lo radical, a lo ruso. Pasó del todo y “la televisión” fue patentada por otros.

En España, como de costumbre, hubo movidas con el tema tele. Al generalísimo no le gustaba mucho este invento del demonio que insistían en llamar “medio de comunicación”. Se empieza a hacer tele en 1956 y durante más de diez años no hubo más que 600 televisores en todo el país. No es de extrañar, cuando el precio del armatoste rondaba las treinta mil pesetas del ala, y el salario mínimo de un españolito de bien no superaba las ciento veinte pesetas al mes. Vamos, que uno se tenía que deslomar durante años para pagar la gracia, aunque se fuera médico o arquitecto. La primera emisión se llevó a cabo desde unas instalaciones en el Paseo de La Habana, y pillaba unos 60 kilómetros a la redonda (nada más).
Con el paso de los años, y la aparición del llamado “Estado de Bienestar”, los televisores comenzaron a hacerse algo más asequibles. La “Dictablanda” favorecía el pluriempleo (tal y como se veía en La Gran Familia), las ayudas franquistas echaban una mano a la familia numerosa, y se fabricaban aparatos de televisión algo más baratos. Bueno, eso, y que el engendro de marras le venía muy bien a los señores aquellos para hacer su buena propaganda, unir a la familia, denostar al enemigo, aconsejar a la mujer (amedrentando un poco), evangelizar, y dar lustre a las hazañas de nuestro caudillo; que Franco lo mismo te salía pescando, que pegando tiros de escopeta, que inaugurando uno de sus siempre insuficientes pantanos. Ya no era necesario atisbar a través de la corrala para entrever la pantalla del vecino, y ver el partido dejaba de ser una excusa para bajar al bar.

El No-Do de las salas cinematográficas pasó enseguida a un segundo plano, ahora se enteraba uno de todo lo que le dejaban por aquel aparato doméstico que no emitía, ni mucho menos, el día entero, que se cascaba una carta de ajuste antes de cada emisión, y cuya señal no llegaba precisamente bien. ¡Y ni La 2, ni hostias! Un solo canal y a correr. La denominada “Segunda” (la UHF) no llegaría hasta los años 70, y no a todos los rincones de la Península.
Huelga decir que en esta España que les digo everybody “se tragaba” lo que le echaban, protestando a posteriori, si así lo deseaba, en un debate interesantísimo con sus conciudadanos y en el bar, porque, precisamente, todos se habían tragado lo mismo y a la misma hora. La peli de Sara Montiel, el Directísimo de José María Iñigo o, no digamos, un buen partido (cuando la palabra “Derby” sólo hacía referencia a una moto) o un buen festival de Eurovisión, eran objeto de disertación lo mismo para un albañil que para un ministro.
Occidente en Tiempos de Paz
Hizo falta un bombazo atómico con montañas de muertos, pero a mediados del siglo pasado la humanidad dejó de matarse entre sí de manera normalizada, y empezamos, más o menos todos, a “llevarnos bien”. Las grandes potencias (los USA y la URSS) masacraban y mandaban masacran por ahí por países perdidos, para luego poner su chiringuito, pero eran guerras de tapadillo. No había visos de otra Gran Guerra, y los occidentales andábamos a lo nuestro. En el bloque colectivista, con sus cosas de trabajar mucho y tal; en el capitalista, los unos pasándolas tan putas como en el otro bloque, y los otros con holgar, gastando la pasta trabajada (más o menos como ahora, sólo que ahora hay un solo bloque, que uno resultó ser un cuento y el otro venía con un mayor confort). En algunos países aún se usa el cine y la televisión para hacer propaganda. En los capitalistas (y el nuestro se estaba abriendo rabiosamente al asunto), se venden motos.

La gente sigue yendo al cine, porque “ir al cine” no sólo consiste en ver una película, sino en “ir”. Mientras que en televisión proliferan nuevos formatos, algunos de los cuales aún tienen cabida hoy día. Se crean nuevas formas de información, debates en directo, entrevistas, programación infantil, ficciones de todo género… Una frontera de ocio cuyo zócalo comienza a verse borroso debido a la enorme oferta. Al cine se va, la tele se vive. Y mientras en el cine se prueban lentes anamórficas, “odoramas”, “tresdeses”, formatos disparatados… En el campo del aparato cuadrado de casa también se innova de lo lindo, con todo tipo de tamaños, formas y demencias. Aparece el color, primero de chichinabo (como en el cine), luego de verdad.

En un mundo azotado por el hambre, la violencia y las injusticias, el dilema de los ingenieros era ese: conseguir emitir imagen en color. Y, tras algún que otro intento con la televisión electromagnética que, seguro, se llevaría a alguien por delante, el escocés John Logie Bird (que ya anduvo enredando en los orígenes de los primeros televisores y era dueño de alguna que otra patente al respecto) presentaba el primer televisor en color en 1944, habiéndoselas ingeniado para codificar el espectro con el cuento de la suma de rojo, verde y azul (exactamente igual que el Technicolor del cine). Baird moriría en el 46, sin terminar su prototipo, pero dejó todo un trabajo que otros desarrollaron en el futuro. En la España de los 60 alguien creó aquella cosa de papel de celofán que hemos visto en Cuéntame, que explotaba la idea de Baird dándole nuestro barniz cañí a lo Pepe Gotera y Otilio, y que lo mismo hasta era malo para la vista y todo. El caso es que la televisión en color llegó, pellizcando de nuevo al cine, que se quedaba sin ese reclamo exclusivo.
Los años 50, que aquí los asociamos a analfabetismo y hambre, fue la década prodigiosa donde los televisores en color se expandieron por el mundo enero. Los USA (¡Al loro! con patentes mexicanas) son los primeros en emitir en color a mediados de los 50, seguidos de Cuba (aún no pertenecen al bloque soviet, están al amparo de otro dictador de derechas, recordemos) en 1958. A Alemania llegaría en 1967, y el último país del mundo al que llegó la tele en color fue Zimbawe, en 1985.
España estrenó color (que no equipo, porque era prestado) para el Festival de Eurovisión de 1969. Hasta 1972 no se tuvo infraestructura propia y, durante cinco años, el color convivió con el blanco y negro. Era un exordio de La Transición, seguro. En 1977 dejan de emitir en blanco y negro, y los hogares españoles se llenan de colorines al mismo tiempo que de democracia.
Y aquí me van a permitir un inciso para que diserte un poco sobre el ingenio ibérico y el apaño español en busca de la comodidad. Esa brillantez silvestre que, de vez en cuando nos hace quedar bien y que hay que reivindicar sin falta. Y es que, si bien los aparatos de televisión de los hogares españoles gozaban de todo un rimero de gadgets celtíberos, que iban desde el papel cebolla RGB anteriormente citado, a la antena bucólica fabricada con una patata y dos alambres de los pinchos morunos, hasta el toro con las banderillas o la sevillana de reglamento, hubo un invento 100% español que trascendió al mundo entero: el mando a distancia. Porque, que el mando a distancia es tan español como la paella o el pladur, lo atestigua la patente que dejara registrada el cántabro Don Leonardo Torres Quevedo nada menos que en 1903, diseñado y construído por él mismo. Gugleen en poco si les apetece, que lo de los inventores españoles da para varios artículos.
El caso es que estamos ya en los 60 y primeros 70 y, hablando de la guerra de industrias, la del cine iba perdiendo. Al comienzo de la mandanga y durante los felices 50, las series de t.v. y programas especiales aún se rodaban en soporte cinematográfico -muy didácticamente se puede ver esto en la aquella Gloria Bendita protagonizada por Dicaprio, Once Upon a Time in Hollywood (Quentin Tarantino, 2019)- ; es decir, que un medio dependía, en buena medida, del otro. Pero en aquella época se vino a desempolvar otra vieja patente de los años 20 del John Logie Baird, el escocés loco, y derivó en un nuevo elemento que podía registrar, conservar y transmitir: el vídeo.

Ya no sólo se podía encuadrar la cosa en multicámara para poder ir cambiando de plano a plano según transcurre el contenido (lo que viene siendo “realización”). Gracias al soporte magnético, se podía grabar al mismo tiempo. ¿Qué había una serie de presupuesto ostentoso o una película para televisión?, se seguía rodando en celuloide; para el resto: vídeo y punto. Aparecieron nuevas convenciones de lenguaje, como la sit-com y proliferaron los talk-shows y espectáculos en vivo con público. Uno podía desentenderse del marrón que conlleva el directo, y al mismo tiempo no perder una sola gota de frescura. No se aseguraba la inmediatez, como antes, pero se hacía posible la creación de nuevas demandas y nuevos nichos de mercado. Unos retoquitos de montaje bastaban para tener un capítulo terminado del todo en un sólo día, sin ese tostón llamado “montaje”.
La tele se comió al cine por las patas. No sólo habían cambiado los hábitos de consumo de ficción audiovisual, sino que el público había cambiado su percepción. Arrastraba otra cultura visual de ver deporte real filmado, guerras reales, disturbios reales. En este tiempo fue el cine el que adoptó un lenguaje próximo al reportaje televisivo (buena cuenta pueden dar los títulos de filmografías de la época como la de Sidney Lumet o William Friedkin). Hasta que pasó como siempre… Y el publicó se harto y volvió a ganar el cine.
En 1977, el californiano George Atkinson tiene un ideón: llevar el cine a las casas para que a nadie se le caigan los huevos yendo a la sala. Su empresa, Magnetic Video llega a un acuerdo la 20th Century Fox para sacar a la venta 50 de sus películas en formato Betamax y VHS. Nace así el primer videoclub de la historia. El cine entero se pone las pilas y los reestrenos en vídeo (y con ellos la maldita nostalgia y el reaproveche de viejo material en pos de más beneficios) comienzan a llenar estanterías. Es también la época donde se da un paso más allá de las actuaciones musicales en decorados y nace, con su propio lenguaje y ademanes, el videoclip como medio de promoción, que no tardará demasiado en ser un arte en sí mismo.
Fin de siglo. Living on video.
Llegan los años 80, y con ellos la locura absoluta. La tele se disparata, el cine también. La pantalla pequeña se diversifica, triunfa la visión de Ted Turner y aparecen la MTV, Cartoon Network, la CNN y demás canales donde sólo emiten un tipo de contenido. La pantalla grande, anda en recuperación de la pasta perdida en la década pasada con los espectáculos de luz y charanga más enormes que nunca, exprimiendo esta doble amortización en su versión home video.

Los cuentos chinos del cine (andamos en el tiempo de los “gremblis”, los “gúnis” y los “críteres” recaudando lo despilfarrado por la autoría pasada, quizá la del mejor cine de la historia) colman más las ansias del espectador que las ficciones televisivas, relegadas casi a su exclusivo formato de sit-com. Ocurre entonces que, las series de ficción más dramáticas o “de género” deciden copiar la fórmula que, a su vez, copiara el cine en los 70 (¡qué espiral!, ¿eh?): imitar la perspectiva del reportaje de informativos. Con el vídeo, los equipos de grabación se hicieron mucho más portables y prácticos, y las imágenes conseguidas (calidad aparte) eran más espectaculares, a un palmo del criminal o el desfavorecido, a escasos centímetros de lo crudo. La cultura visual de esas nuevas generaciones ya había cambiado y, más allá de aceptar, demandaba este lenguaje para una mayor verosimilitud. Así nacen maravillas de la caja tonta como Corrupción en Miami (Miami Vice. Anthony Yerkovich, 1984-1990) o Canción Triste de Hill St. (Hill St. Blues. Steven Bochco; Michael Kozoll, 1981-1987). Sin duda, otra era para la tele, muy exclusiva y concreta, donde se probaron cosas que jamás volverían a repetirse.
En España no. En España qué va. Había llegado la democracia pero las cosas de fuera aún no te llegaban por Amazon. Se puede decir, casi, que hasta finales de los setenta España no comenzó a hacer series de ficción, así en general, y por supuesto no se hacían según los cánones del momento. Hasta entonces hubo contenido de ficción, sí, y series; pero era más bien conceptos como Historias para no dormir y otras piezas autoconclusivas, a modo de cortometrajes, o directamente el Estudio 1, teatro grabado que servidor añora bastante. Series, lo que se dice series, creo que se comienzan a hacer muy a finales de los 70 y en 35 mm, no vayamos a ahorrar. Bien es verdad que se rodaron maravillas rotundas como Curro Jiménez (Antonio Larreta, 1976-1978), Verano Azul (Antonio Mercero, 1981-1982) o Segunda Enseñanza (Ana Diosdado, 1986), pero todas como si fueran Corrupción en Miami, a todo cine. No existía prácticamente la ficción en formato broadcast de vídeo alguno. Sólo recuerdo a Espinete de aquella época, pero no sé si cuenta como sit-com.
En los 90 nos pusimos más al día. Con productos de nivel como Brigada Central (Juan Madrid, 1989-1992), Chicas de hoy en día (Fernando Colomo, 1991- 1992) o El Quijote (Camilo José Cela, Manuel Gutiérrez Aragón, 1992), que se seguían rodando en 35 mm, y ya, su buena sit-com de andar por casa de las buenas, algunas sin público, pero con su multicámara y su todo. A todos nos dio fuerte con Farmacia de Guardia (Antonio Mercero, 1991-1995) y el formato se constituyó, dando lugar a un chorrazo de series, casi ninguna rescatable nada más que cómo testigo -nada fiable- de su tiempo, exitosas todas, eso sí. Le estábamos ganando la batalla a la sit-com norteamericana porque ésta estaba cayendo en picado.

Mientras que el cine, siempre con un par de años de retraso, lo vivimos como el resto de Occidente: en salas, cada vez más sórdidas (todo sea dicho), y en los VHS en casa. Lo de porqué triunfó este sistema por encima del Video Beta y del Video 2000, siendo sin duda el peor (por mucho que despotriquen los lampiños que piensan que el celuloide y el plástico magnético es lo mismo) de todos, da para articulazo larguísimo, y podemos estar aquí hasta las tantas. Respecto al mundo VHS y los videoclubes, ya saben ustedes la que liamos aquí los europeos con nuestras producción demenciales capitaneadas por los italianos. ¡Sólo lanzamiento en vídeo, amigos! Eso sí que es algo perdido que las nuevas generaciones catarán, pero jamás habrán vivido.
En el videoclub se podía uno poner al día con los filmes que se perdió el año anterior o bien empacharse cuando no se tenía suficiente para ver en casa con el que daban por la tele; que, por otro lado, era bastante completo: desde slapstickmudo (todos los sábados de sobremesa Buster Keaton, Max Linder, Harold Lloyd y Charlot), a clásicos de los grandes estudios, títulos reputados (tipo El Padrino o Amarcord), o cine de autor del momento (echaban hasta las de Tarkovski). Al margen de las pelis que todo el mundo podía llegar a conocer, estaban las fruslerías exclusivas, estrenos de italodisco con actores parecidos a otros más famosos dibujados en la portada, y producción de segunda división cuyo estreno se llevaba a cabo en videocassette enfundado en estuche roñoso de plástico (muchas de las comedias de Mariano Ozores del momento, por ejemplo).
Aquello desapareció del todo en los 90, fruto de la bajona generalizada del medio. En tiempos de Ace of Base, uno ya no encontraba ningún tesoro de la arqueología cinéfila en ningún videoclub. En estos sólo había cine “del normal” (entiéndase como se quiera) y había la mitad de establecimientos que antes. A finales, prácticamente eran todos de la cadena Blockbuster, sólo alquilaban cine americano y, por supuesto no todo. No había más que multitudes de copias de cosas que todos habíamos visto mil veces (rollo Tres bodas y un funeral o Terminator 2), o que no queríamos ver ninguna (como Leyendas de pasión). No había acabado el siglo y se terminó el terror bizarre, las comedias soeces, las artes marciales imposibles y la psicotronía en general que antes podían encontrarse hasta por casualidad.
En la tele no echaban, como quien dice, nada: poca cantidad y menos variedad. El ente se estaba convirtiendo ya, paso a paso, en el vertedero de malos consejos en ambientes patibularios que es hoy día. Eso sí, hoy ya no hay (gracias a Dios) prácticamente nadie mirando. Pero no nos adelantemos, que el siglo XXI viene para la próxima entrega. Eso sí, hasta el declive, la t.v. permaneció inamovible, sin mucha más innovación que las antes citadas, con un modus operandi para el espectador aprendido generación tras generación, basado principalmente en la consulta de una guía impresa (el joven ahora estará flipando), periódico o revista (o en una cosa, a medio camino entre una “protointerné” y un juego de la Atari 2600, llamada Teletexto, que eso sí que para tesis de las tochas), donde venían los horarios de emisión que, además, no se cambiaban para “contraprogramar”. En algunas publicaciones, como Teleindiscreta, hasta regalaban cromos adhesivos de la serie de turno. El público se fidelizaba, no se usaba como conejillo de indias.

De los 80 a los 90 la tele perdió tanto fuelle como las salas. Las demandas de ocio de la “generación MTV” habían cambiado y la televisión no podía satirsfacerlas. Esto se debía (entre muchas otras) a dos razones: el triunfo de los canales “monotema” del modelo Turner que antes citábamos, y la aparición de nuevos sistemas de entertaiment. Dicho mal y pronto: la tele normal se estaba volviendo para viejos, y había aparatos (hijos todos del home video) para ponerle a la tele y convertirla en otra cosa. Ya no bastaba con la patata, la sevillana y el toro, ahora había videoconsolas con entrada de vídeo por componentes, decodificadores ilegales de vídeo comunitario, antenas parabólicas para pillar la tele de Belice… Ya se estaban demandando, desde la inconsciencia total, las plataformas estas que tenemos ahora. Pero no voy a ahondar en el tema, que entra para la entrega próxima. Lo mismo que no voy a entrar en hablar de piratería, que sirve guay como introducción, pero la hubo y de lo más peculiar (no todo son bits).
La gente quería el Canal+, que es lo más parecido (ya en los 90 del todo) que hemos conocido aquí a la llamada “televisión por cable”. Pero nuestros hábitos mediterráneos de refocile están lo suficientemente fundamentados en el alterne, la ingesta y el empacho, que por aquel entonces todo el mundo afirmaba que pagar lo que valía “el Plus” era pagar demasiado. O sea, que lo tenían muy pocos, un poco al tuntún, sin abundar más en una clase social que en otra. No era cuestión socioeconómica ni territorial ni nada; quizá sólo fuera cosa de nuestra mentalidad.
Al cine ir, se iba, pero no se dejaban de ver salas cerrando. La Gran Vía madrileña de los primeros 90 aún era, de toda ley, “la calle del cine” (estaba los cines Avenida, El Palacio de la Música, El Palacio de la Prensa, Capitol, Callao, Rex, Excelsior, Azul, Rialto, Acteón…). Rozando el año 2000, apenas quedaba alguno más aparte de los que quedan hoy (que son… ¿tres?). Las salas de pueblo cerraban por decenas, concentrándose en multisalas en centros comerciales a las afueras. Los videoclubes de toda la vida eran tragados, ya completamente, por los putos Blockbuster, que también terminaron muriendo en el abandono. Parecía que el cine se acababa, y la tele se estaba convirtiendo en frenopático (salvando las honrosísimas excepciones que emiten a las tantas).

Nos estábamos despantallizando de ficciones, mientras volvíamos a modos de entretenimiento más primitivos como el paddle, o vanguardistas, como el Monkey Island 2. Algo se cocía, algo estaba ocurriendo y nadie sabía qué. Y aunque a finales de los 90, tocando ya casi el paso de siglo, temiendo el “efecto 2000” y sin saber qué hacer con tanto Beta, VHS, CDi, Laser Disc y DVD almacena’o, todavía quedaban talluditos que gustaban de abotargarse con los consejos de señoras listísimas y grandes profesionales, y su cultura del miedo, sus expertos consejos sobre niños desaparecidos, sus cátedras sentadas moviendo mucho el brazo e indignándose hasta la rojez, y sus trifulcas provincianas… La gente joven le metía al “Mariobrós”. Eso sí, lo que vienen siendo películas y series… en descenso.
En medio de todo este malestar cinéfilo y televisero, surgieron varios puñados de buenos largometrajes que no es ni necesario que enumere; así como algún que otro par de productos para televisión bastante imprescindibles. Genialidades como la prolongadísima Twin Peaks (David Lynch, 1990-2017), las descacharrantes Enano Rojo (Red Dwarf. Grant Naylor, 1988) y Búscate la Vida(Get the Life. Chris Elliott, Adam Resnick, David Mirkin, 1990-1992) o… ¡qué sé yo! aquella de Moesha (Ralph Farquhar, Sara V. Finney, Vida Spears, 1996-2001), que le flipaba mucho a Tarantino. Estas obras gozaron de su mayor o menor tirón, dependiendo del país, pero todas han sido reivindicadas retrospectivamente. Es decir, a toro pasado. Twin Peaks era “como de miedo” para los niños y “una fumada rarísima” para los adultos; y a las otras dos referidas nadie les hizo ni puto caso. Pero hubo otra que ostentó el título de “de culto” en el mismísimo momento en que se emitía (“de culto” es como llamábamos los viejos a los “must” que decís ahora). Hablo de una serie –que aquí emitieron, por supuestísimo, en La 2– cuya marginal emisión nadie imaginó que auguraría tiempos mejores para este formato de ficción. Ostentadora de siete premios Emmy a lo largo de su emisión y todo un lujo para los sentidos… Doctor en Alaska.

No es que Doctor en Alaska (Northern Exposure. Joshua Brand, John Falsey, 1990-1995) sea el Ciudadano Kane de las series ni nada. Es que surgió en momentos de mucha escasez y trajo consigo una consciencia de diferencia. De calidad que lo acercaba al concepto diferencial que suponía el cine, el cine grande de los teatros antiguos y los centros comerciales monstruosos. Doctor en Alaska hizo volver a la tele al ostracista y, más importante aún, creó futuro público para unos años más tarde.
Ya llegarían los Sopranos, los policías traumados, los desperdigados en islas misteriosas y las chicas más Gillmore. Pero eso ya es mejor considerarlo parte de la historia del siglo XXI, así que hasta la próxima entrega, ¡plataformers!.