Tintín y la fotografía

La celebración del 90 aniversario del nacimiento de Tintín, un hito en la historia de los cómics, sirve para analizar las intensas relaciones que el personaje y su creador, Hergé, mantuvieron con el mundo de la fotografía.

El noventa cumpleaños de Tintín ha despertado una corriente de simpatía y afecto casi universal. Exposiciones, libros, artículos y ediciones conmemorativas han acompañado esta efeméride que manifiesta, una vez más, la popularidad de personaje y el reconocimiento universal hacia Hergé, considerado el gran patriarca de cómic mundial. Desde este medio no podemos por menos que conmemorar este nonagésimo aniversario pues las relaciones entre Tintín, Hergé y la fotografía son tan intensas como fascinantes.

En lo que atañe específicamente al intrépido reportero, resulta obvio señalar cómo, en su condición de periodista, la cámara fotográfica le acompaña en muchas de sus aventuras; con ella retrata los animales del Congo, documenta la vida de los pieles rojas cuando pisa el Far West, fotografía la superficie lunar o intenta demostrar la existencia del yeti en las montañas del Tíbet.

Tintín en América, Figurita de resina

Pero más allá de ese uso profesional, en la medida en que Las aventuras de Tintín suponen un retrato de la vida del siglo XX, la fotografía tiene un papel remarcable en el conjunto de los álbumes. No solo es una herramienta de trabajo para un periodista sino que se puede convertir en un instrumento que, camuflado en un reloj, permite la labor de los golpistas sildavos (Cetro, 3), esconde en su interior un arma homicida que pretende asesinar a nuestro héroe (Loto, 48-49), ahuyenta al abominable hombre de las nieves (Tíbet, 57) y, ya en un caso estelar, está dotada de un mecanismo que –casi– permite derrocar la admirable monarquía sildava (Cetro, 46).

Tintín fotografía la realidad, como le corresponde en su condición de reportero, pero también es objeto de las instantáneas que ilustran las ediciones de los periódicos que dan fe de sus investigaciones. En Shanghái (Loto, 60), en Escocia (Isla, 62) o en medio mundo (Coque, 60), el joven reportero pasará a convertirse en noticia –y fotografía– de plena actualidad. Y no solo eso sino que, en más de una ocasión, tendrá que sufrir el asedio de sus compañeros de profesión que, pertrechados con sus cámaras y flashes, le acosarán –a él o al capitán Haddock, o a la Castafiore– para poder tomar la fotografía estelar que espera el editor. Y puestos a hablar de personajes, quizás es oportuno hacer un pequeño homenaje a Walter Rizotto, el fotógrafo por antonomasia de la colección, fotógrafo del Paris-Flash que es capaz de colarse en los salones y jardines de Moulinsart  (Joyas, 22, o Pícaros, 5) y tomar las mejores instantáneas de la vida cotidiana en el château.

Una simple fotografía puede convertirse en un auténtico peligro… Una lección que aprendemos en “El Loto azul”, Juventud, 1965.

Más allá del personaje, y si pasamos a hablar de Hergé, las relaciones del autor belga con la fotografía son aún más jugosas y sugerentes. Ya en un artículo anterior hemos analizado las intensas relaciones entre esta y el cómic, y cómo el dibujante siempre ha considerado la fotografía un imprescindible compañero de su labor profesional. En el caso que nos ocupa, esta relación fue intensa, permanente y fructífera.

Unos de los rasgos que identifica la obra de Hergé es el rigor en la documentación. Ya desde sus primeros trabajos, el dibujante belga quiso dotar a sus creaciones de una sólida verosimilitud y para ello emprendió la tarea de acumular un archivo fotográfico que sirviese de apoyo a su labor. Si bien es cierto que este afán documentalista es de baja intensidad cuando publica los iniciales Tintín en el país de los Soviets y Tintín en el Congo, es a partir de El Loto azul que la voluntad de dibujar escenarios creíbles se va a convertir en una verdadera obsesión para el dibujante. Para ello va a acumular una impresionante colección de fotografías que le van a permitir ilustrar con precisión todos aquellos entornos donde se desarrolle la acción de sus álbumes; y no solo eso, sino que en ocasiones va a encargar o a realizar él mismo esa selección de instantáneas.

Así, cuando a causa de las demandas del editor británico que había detectado muchos errores de ambientación se planteó dibujar de nuevo –por tercera vez– La isla negra, envió a su colaborador Bob de Moor a las tierras escocesas a documentar y fotografiar los paisajes y escenarios de la aventura. Y ya en un caso extremo, cuando se planteó dibujar Stock de Coque, un álbum cuya acción se desarrolla durante muchas páginas en un navío mercante, él mismo se embarcó en una nave de estas características durante unos días para, cámara en ristre, dar fe de la realidad cotidiana de la vida marinera.

Hergé a bordo del “Reine Astrid”, tomando notas para “Stoc de Coque”. Fotografía extraída de libro de Philippe Goddin, “Hergé. Lignes de vie”. Editions Moulinsart 2007

El proceso de realización del archivo fotográfico de Hergé parece haberse desarrollado, a partes iguales, atendiendo a la necesidad y a la intuición. Resulta obvio que, cuando decide situar la acción de sus ficciones en un país más o menos exótico, emprende la paciente labor de recolectar fotografías que le permitan dotar de credibilidad sus creaciones; pero, por otra parte, si se estudian los contenidos de ese archivo, se advierte que son centenares las fotografías que no se utilizaron. En él encontramos tomas de puertos que su personaje no pisó –Brest, Oslo o Marsella– y de amplitud de temas –la navegación fluvial o las esclusas de los canales– que no tienen presencia en ninguno de los álbumes de Tintín; se escogieron esas imágenes de manera intuitiva, como el germen de una aventura en potencia que nunca se concretó ni materializó.

Hergé ojeaba revistas, catálogos, libros y colecciones de cromos y cuando encontraba una fotografía que necesitaba –o que creía que podía llegar a necesitar en algún momento– rápidamente la destinaba a engrosar su fondo documental. Como hemos explicado en otras ocasiones, esto no era nada raro en el mundo de los profesionales del cómic, al contrario, era lo imprescindible y necesario para cualquier profesional. Ahora bien, lo que sí ha sido excepcional es que este archivo estuviese perfectamente clasificado y que, sobre todo, se haya podido conservar para regocijo de lectores y estudiosos.

Para los segundos es una fuente inagotable de descubrimientos, ya que desde finales de los años setenta hasta la actualidad se ha emprendido una labor monumental a la búsqueda de las fotografías originales que sirvieron de inspiración al Maestro. No todas ellas están en los archivos –sobre todo escasean las que utilizó en los primeros años de trabajo– y de muchas de ellas se desconocía la fuente de procedencia, pues Hergé, con frecuencia, recortaba pero no referenciaba el origen de la imagen. La labor de divulgadores como Michael Farr y de estudiosos de calado como Phillipe Goddin y Jacint Guillem ha permitido, a través de sus libros, artículos y exposiciones, descubrir cuáles eran las fuentes de inspiración de Hergé y cómo este llevaba a cabo el proceso de adaptación a su universo gráfico.

Postal recientemente localizada por Jacint Guillem que sirvió de evidente inspiración para la magnífica ilustración de la portada de “La oreja rota”. Imagen gentileza de Jacint Guillem.
Portada de “L’oreille cassé”. La reelaboración artística a partir de la postal original muestra el talento de Hergé a la hora de documentar su trabajo y dotarlo de coherencia gráfica.

Las ediciones originarias donde aparecían las fotos eran de los más variopinto y entre ellas convivían publicaciones francesas y belgas con revistas y libros de todo el mundo que debieron de llegar a manos de Hergé por los caminos más insospechados. Destacaban imágenes de National Geographic Magazine, o las bellas ilustraciones de la Larousse Universel, pero también eran frecuentes las postales que se comercializaron ampliamente durante muchas de las décadas del siglo pasado. Semanarios populares en su momento como L’Illustration, Vu o Le Crapouillet–antes de la guerra– o París-Match –especialmente en los años cincuenta y sesenta– eran también recurrentes; no faltaban tampoco los libros de fotografías como, entre otros, Von China und Chinesen, L’Astronautique o Regards vers l’Annapurna, que ya podemos deducir para qué álbumes fueron utilizados como fuente de información teórica y gráfica.

Decíamos que no solo los estudiosos sino que también los lectores habían descubierto con alborozo este fondo documental; ante ellos se mostraba un maravilloso mundo intermedio entre la realidad y la ficción, una tercera dimensión que servía de puente entre las dos anteriores. De esta manera, la fotografía que sirvió de inspiración al dibujante no solo nos desvela el trabajo riguroso de Hergé y su voluntad firme de perseguir la verosimilitud sino que, contrastando la instantánea con el dibujo final, podemos descubrir el exquisito trabajo del Maestro y su capacidad para integrar en su universo gráfico materiales de las más distinta procedencia. La realidad se convierte así en algo complejo y multiforme que, filtrado por el talento del autor, se transforma en un mundo distinto regido por su propias leyes gráficas y narrativas y, por eso mismo, dotado de una hipnótica capacidad de fascinación; observando la imagen original y contrastándola con el resultado final que nos ofrece Hergé descubrimos una capacidad única para dotar su universo gráfico de una coherencia deslumbrante.

La fotografía acompañó a Tintín y a Hergé en sus particulares itinerarios. Uno en la ficción y el otro en la realidad vivieron acompañados de ella, fotografiaron y fueron fotografiados con frecuencia, especialmente el dibujante belga, un fenómeno mediático en el mundo francófono a partir de los años sesenta. Pero entre esas dos dimensiones, a medio camino entre la fantasía y la realidad, hoy en día la fotografía se convierte en un singular médium que permite a los lectores trasladarse de una a otra con la sencillez de ese trazo limpio y mágico que identificó la obra de Hergé.

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