Enrique Metinides – ‘Adela Legarreta Rivas, atropellada por un Datsun’, 1979

¿La fotografía de sucesos elevada a arte? ¿La imagen que un día ilustró las páginas más sensacionalistas de la prensa mexicana en museos y exposiciones? Sí, el fotógrafo Enrique Metinides (Ciudad de México, 1934) lo ha conseguido, como anteriormente lo hizo Weegee con el sórdido Nueva York de la primera mitad del siglo XX.


En sus obras encontramos una de las grandes paradojas de la fotografía, y que Susan Sontag definió como debilidad. Esa facilidad que tiene la cámara de embellecer lo terrible, de impregnar con un barniz estético aquello que se coloca delante del objetivo, por muy terrible que sea. Provocando un desequilibro entre continente y contenido, entre fondo y forma, donde puede llegar a pesar más la parte externa, hasta convertirnos en anestesiados espectadores del dolor y la fragilidad humana.

En una de sus imágenes más conocidas, que hemos seleccionado para esta sección, vemos un claro ejemplo de ese esteticismo brutal de la fotografía. En la imagen yace muerta la periodista mexicana Adela Legarreta, después de haber sido atropellada en la avenida de Chapultepec de Ciudad de México.

Aquella mañana de 1979 la periodista iba a presentar su último libro, y se dirigía a la casa de su hermana para que le acompañase. La fatalidad hizo que después de un choque entre dos coches, uno de ellos saliera despedido hasta donde se encontraba Adela Legarreta, que acabó empotrada contra un poste de luz. Allí apareció el fotoperiodista Enrique Metinides, el primero en retratar cualquier suceso luctuoso que ocurría en la capital azteca. Con un resultado, tan impactante como bello, que estremece al pensar en el terrible desenlace que inmortaliza.

‘Adela Legarreta Rivas, atropellada por un Datsun’, 1979 © Enrique Metinides

Los ojos abiertos de la fallecida, transmiten una tremenda serenidad. Su rostro maquillado, al igual que sus uñas, junto al vestido y la pulsera dorada, le otorgan un aspecto elegante y sofisticado. Parece la escena sacada de una película de Alfred Hitchcock, con su enfermiza atracción por las actrices rubias.

Pero no, no se trata de una película. Se trata de una apabullante muestra de la vulnerable existencia de la que hemos sido dotados. Y esa mirada sosegada parece que nos quiere confirmar, de primera mano, esa triste realidad en la que vivimos, y que nos puede sorprender en cualquier momento.

Testigo del suceso, Enrique Metinides, al que hay que otorgarle buena parte de la fuerza de la imagen. El encuadre es perfecto. En primer plano, el cuerpo de Adela, al que se acerca para cubrirlo con una manta un sanitario. Al fondo, el coche golpeado, con lo que ya tenemos noción de todo lo que ha podido ocurrir. Los testigos presentes sirven para reforzar y dotar de contexto la fotografía.

La línea diagonal del poste, bien ajustada a la esquina superior izquierda, le añade dinamismo a la instantánea, colocada con la suficiente habilidad como para no tapar nada importante y significativo de la escena. Metinides tenía la suficiente experiencia y talento como para saber qué debía y no debía estar dentro del encuadre y cómo componer para ofrecer la información necesaria. Habilidad desarrollada para actuar rápidamente, en escenarios tensos, donde no hay tiempo dudas.

También acertó a la hora manejar la luz de forma adecuada, como observamos en la imagen. El relleno aportado por el flash es excelente. Ni excesivo, ni tímido. Lo justo para no apagar las sombras del Sol y encender la mirada de la mujer, unos de los grandes puntos de atracción de esta fotografía. Podríamos debatir sobre el uso del flash, que otorga un aire de irrealidad cercano a la estética cinematográfica, en cambio en nuestra opinión se justifica para reforzar el resultado.

Puestos a debatir, seguro que alguien cuestionará cómo se atrevió Metinides a hacer una fotografía así. Y podríamos entrar en los límites éticos de fotografiar a una persona en tal situación, pero no estamos ahora para juzgar tiempos y lugares distintos. La época ha cambiado, ahora sería difícil realizar un trabajo así, al menos en España y países occidentales. Nuestra cultura en torno a la muerte es timorata y parca. En otras naciones como México, no se percibe así. Conviven con la muerte a diario y hasta la celebran en su festivo Día de Muertos.

Bajo esa cultura, nació Jarambalos Enrique Metinides Tsironides. Fue un fotógrafo precoz. De niño, fascinado por las tragedias y los accidentes, se dedicaba a fotografiar la pantalla del cine en las películas de gánsteres con la cámara Brownie que le regaló su padre. De ahí pasó a las calles, donde comenzó a tomar imágenes de coches accidentados. Allá donde veía un accidente, se detenía a retratar los golpes, cristales rotos y chapas abolladas que encontraba.

Su padre, que poseía un restaurante, comenzó a mostrar las fotografías que hacía su hijo a los policías que acudían a comer. Sorprendidos ante tal atracción por lo macabro, le invitaron a acudir a la comisaría, donde pudo, con la edad de 11 años, retratar su primer cadáver. Un día, fotografiando un coche que había sufrido un accidente, conoció a un fotógrafo de prensa que le invitó a ir con él en alguna de sus salidas. Desde entonces, poco a poco se fue introduciendo en el mundo del fotoperiodismo, abriéndose paso gracias a una pasión y una curiosidad infatigable.

Su carrera siempre estuvo vinculada a la prensa de sucesos, que vivió su época dorada durante el siglo pasado. Publicó sus trabajos en periódicos como La Prensa, Crimen o Zócalo, entre otros. Metinides dedicó seis décadas de trabajo –atraído por catástrofes, accidentes y crímenes– conectado de manera permanente a la emisora policial o siguiendo el rastro de las ambulancias. Trataba siempre de ser el primero en llegar a la escena y disparar su cámara para contar la historia truculenta del día en la inmensa Ciudad de México. Los 19 accidentes graves que sufrió trabajando dan fe de su inquebrantable voluntad.

Ni la fama le acompañó, ni ganó dinero más que para llevar una modesta vida. Fue precisamente cuando se retiró, el momento en el que sus fotografías empezaron a conocerse fuera de su país. Sorprendiendo por la crudeza temática, pero a la vez por su incuestionable gusto estético y sentido de la composición. A partir de ahí, comenzaron los libros, exposiciones y un merecido reconocimiento internacional.

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