Esta fotografía de Henri Cartier-Bresson (1908-2004) siempre me ha provocado cierta inquietud al contemplarla. En una primera lectura, observamos como una mujer asiste sumisa y circunspecta a una especie de tribunal público donde otra mujer va a descargar su ira contra el cuerpo de la desgraciada protagonista. Sentado, un impasible sujeto, de aspecto inquietante, contempla inmutable la escena. Alrededor, una marabunta de cabezas asoma con cierto regocijo al hecho. De inmediato sientes cierto afecto por aquella mujer indefensa ante aquel imponente número de seres humanos. Luego descubres que esta mujer era belga, y había sido una informadora de la Gestapo durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de haber intentado pasar desapercibida entre la multitud, fue reconocida. Entonces, el afecto se transforma en odio, pero también en duda. Duda sobre la frágil verdad que esconde una fotografía, realmente. Apasionante, pero también descorazonador.
¿Cuántas veces nos habrán mentido? ¿Cuántas veces nos habrán manipulado? ¿Hasta qué punto es verdad el mantra de que una imagen vale más que mil palabras? Posiblemente, esté más cerca de la razón pensar que una palabra vale más que mil imágenes, a la hora de aproximarnos a la verdad. Y tampoco es algo que infravalore el valor de la fotografía. Es precisamente esta limitación para contar la realidad lo que le hace tan atrayente y con tan infinitas posibilidades.

Henri Cartier-Bresson ha sido el maestro de toda una generación de fotógrafos, y aún todavía es un ejemplo a seguir en relación a la fotografía de reportaje. Atrapar el momento, ese momento tan fugaz y donde todo confluye, era su gran objetivo cuando estaba trabajando. Su inmensa labor alrededor del mundo realizada para la revista Life, y para otras publicaciones, además de sus innumerables imágenes de calle, son un verdadero monumento a la fotografía. Pero, dentro de una apasionante vida, sin duda el hecho que marcó su trayectoria fue la Segunda Guerra Mundial. Allí, en junio de 1940, fue apresado por el ejército nazi mientras servía en el departamento de fotografía y cine de los militares franceses. Después de dos intentos de fuga, y tras permanecer preso casi tres años, consiguió escaparse del campo de trabajos forzados de Wuttemberg. Desde allí se dirigió a París, donde pasó los últimos meses de guerra alistado en las filas de la Resistencia. Pero antes de llegar a la capital francesa, se dirigió a un bosque de la región de los Vosgos donde recuperó una Leica que había enterrado en un lugar secreto. Con esta cámara fotografió los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial en territorio francés y la liberación de la capital del Sena.
Por lo tanto, no hay nada más que reflexionar sobre estos hechos para comprender hasta qué punto se sintió influido por todas estas peripecias vividas en medio de uno de los mayores horrores de la historia de la humanidad. Y así, dos años después de terminada la guerra, y en buena parte por el impulso de tanta crueldad, con la consiguiente necesidad de comunicar e informar desde unos valores humanistas, fundó la Agencia Magnum. Y lo hizo precisamente junto a una serie de compañeros de generación que de una u otra manera habían sufrido el impacto del reciente conflicto bélico: David Seymour, cuya familia era judía y murió asesinada por los nazis; George Rodger, que realizó algunas de las primeras imágenes que mostraban el horror de los campos de concentración; y Robert Capa, con sus célebres fotografías del desembarco de Normandía.
Y dos años antes de la creación de Magnum, en 1945, Cartier-Bresson realizaba la fotografía que hemos seleccionado, precisamente con la misma Leica que desenterró en su escapada del cautiverio nazi. En esos momentos se encontraba trabajando para la Oficina Americana de Información de Guerra, realizando un documental sobre los refugiados franceses. Con el título de ‘Le Retour’ (El Regreso), gran parte del material fue rodado en un campo de prisioneros en situación de tránsito, situado en Dessau (Alemania). Allí, durante un día más de trabajo, mientras parte del equipo filmaba la escena, Cartier-Bresson empuñó su cámara para registrar la tensa situación que se estaba desarrollando. Una mujer estaba acusando a otra de ser colaboradora de la temible Gestapo, y la furia y el deseo de venganza invadían su rostro y su cuerpo. Sentado, el que más tarde se supo que era un holandés llamado Wilhelm Heinrich van der Velden, el único identificado de la escena, comandante del campamento, se disponía a interrogarla.
En un cuarto de segundo, el fotógrafo francés captura un maravilloso ejemplo de fotoperiodismo que trasciende una mera lectura literal. Por una parte, la duda sobre la verdad y la realidad en fotografía que ya hemos comentado al principio del artículo. Y por la otra, el increíble documento sobre la naturaleza humana que se nos presenta delante de nuestros ojos. Con una increíble teatralidad, que pareciera casi escenificada, observamos como la mujer delatada aprieta el puño con inusitada fuerza, soportando la tensión de haber sido descubierta. Mientras, la cara desencajada de la otra mujer nos transmite un irreprimible deseo de venganza. ¿Quién sabe si ella o alguien de su familia fue víctima de aquella colaboradora nazi? Pero también, ¿quién puede decirnos que no fuera una venganza por motivos personales, como tantas veces ha ocurrido en éste y en otros conflictos armados? Nunca lo sabremos con certeza, pero se trata de una ilustración ejemplar de vencedores y vencidos, un final tantas veces repetido, y una imagen que bien podría abrir cualquier libro de historia.
Y es admirable cómo, en un momento tan dramático, Cartier-Bresson consiguió atrapar ese momento, sin duda “decisivo”, que en el espacio de la película filmada en paralelo pasa casi desapercibido. Y es que la fotografía tiene esa imparable fuerza de detener el tiempo, en un instante único, con el que cine no puede competir. Un documental podrá servirnos para contar con más detalle una historia, pero la fotografía es un verdadero puñetazo en el estómago. A todos estos valores intrínsecos que atesora la imagen fija, hay que unir en este caso la sabiduría de un maestro como Cartier-Bresson, componiendo de la mejor manera posible para no perdernos a ningún protagonista de la escena, desde el mejor ángulo, y fotografiando ligeramente contrapicado, lo que nos realza aún más la actitud de ambas mujeres. Luego ya queda apretar el botón, y el fotógrafo francés, como casi siempre, lo hizo en el fragmento de segundo más acertado. Han pasado más de 70 años desde aquel día, y todavía podemos seguir aprendiendo del carismático autor galo.