Larry Burrows (1926-1971) forma parte de la leyenda fotoperiodística desde que aquel fatídico 10 de febrero de 1971, el helicóptero en el que viajaba junto a los también fotógrafos Henri Huet, Kent Potter y Keisaburo Shimamoto fue derribado en Laos, cuando trabajaban en la ofensiva que el ejército sudvietnamita había emprendido contra el Viet Cong y sus aliados del país vecino. Todos fallecieron. Burrows llevaba nueve años jugueteando con la muerte, cubriendo en Vietnam la guerra fotográficamente mejor contada, en aquel remoto país del sudeste asiático, tan lejos de su tierra inglesa natal, e igualmente lejos del origen de todos aquellos jóvenes estadounidenses con los que compartió su vida. Estuvo más tiempo que nadie, y se ganó una libertad de movimientos que pocos consiguieron. De hecho, si en alguna guerra podemos decir que la fotografía sirvió para cambiar el curso de la historia, sería en la de Vietnam. Las célebres instantáneas de Burrows, Eddie Adams, Don McCullin, Nick Ut, y de tantos otros, consiguieron hacer mella en la opinión pública estadounidense, haciendo tan impopular la presencia norteamericana allí, que el Gobierno de Richard Nixon tuvo que tomar la difícil decisión de aceptar el alto el fuego y retirarse en 1973.
Pero todo ello tuvo consecuencias que todavía sufrimos en relación al fotoperiodismo de guerra. El control de la imagen ha sido una misión capital de las autoridades militares en los siguientes conflictos armados, casi tomándolo como otro frente que había que cubrir. Se ha limitado la movilidad de los fotógrafos, y se ha censurado, con la colaboración de los medios de comunicación, las imágenes que se mostraban a la opinión pública. A ello se ha unido el hecho de que los propios fotógrafos y periodistas se han convertido en moneda de cambio y fuente de ingresos y publicidad para los grupos armados inmersos en conflictos bélicos, en guerras con frentes y contendientes cada vez más difusos.

Cinco años antes de morir fue cuando Burrows realizó esta emblemática imagen que hoy recogemos, conocida como Reaching Out, una fotografía tan dramática, con tanta intensidad y magníficamente captada, que pocas imágenes resumen tan bien lo que puede significar un conflicto bélico para el ser humano. Lo que vemos aquí es dolor, sufrimiento, desorientación, compañerismo y caos. La fotografía fue tomada en octubre de 1966, en una colina de lo que se conocía como DMZ (zona desmilitarizada) de Vietnam. Después de un enfrentamiento entre ambos bandos, el sargento de artillería Jeremiah Purdie, con una venda ensangrentada que rodea su cara, intenta ayudar a un compañero herido, que yace en el suelo y se sostiene agarrándose a una estaca de madera clavada en el suelo. El panorama que les rodea es desolador, llenos de barro, en una colina que parece haber sido duramente golpeada por el enemigo.
Y, dentro de esa infernal escena, aparece ese gesto tan humano del soldado, preocupándose más por las heridas de su compañero que por las suyas, haciendo el gesto de tratar de levantarle, frenado por los otros militares, conscientes de la situación en la que se encontraba. Tal vez sea cierto eso de que la guerra saca lo mejor y lo peor de las personas. Rogaríamos que nunca lo tuviéramos que corroborar, pero como prueba de lo mejor, bien podría valer esta fotografía.
Podemos captar el sinsentido que le encontrarían estos jóvenes soldados al hecho de estar sufriendo en una selva perdida, lejos de sus hogares, en una situación que deja poco espacio para la épica, y que hace centrarnos en el dolor humano y en valores que están por encima de razonamientos políticos. Se hace difícil en este caso hablar de las cualidades pictóricas de la imagen, de ese alineamiento triangular de los protagonistas de la instantánea, con esas miradas que se cruzan en diagonal, esa mancha roja que contrasta con los tonos terrosos y verdes del conjunto, y esa luminosidad apagada y uniforme, de escaso contraste. Pero somos fotógrafos, y nuestra misión es analizar la imagen a esos niveles para comprender la potencia de su alcance visual. Hasta el tema de la raza, con fuertes conflictos en los años 60 en los Estados Unidos, está presente.
Curiosamente, la imagen no fue vista hasta la muerte de Burrows. Fueron publicadas otras fotografías de su trabajo durante ese mes de octubre de 1966, pero no esta instantánea. Un artículo póstumo recordando el trabajo del fotógrafo estadounidense en la revista Life, para la que trabajaba, recuperó esta fotografía. Un trágico broche de oro para una vida que estuvo siempre ligada a la fotografía. Burrows comenzó a los 16 años como meritorio en el departamento de arte del periódico Daily Express. Posteriormente trabajó de técnico de laboratorio en la agencia Keystone, y en 1942 entró a formar parte de la plantilla de la revista Life. Allí, se encargó de revelar y positivar el trabajo de los grandes fotoperiodistas de la época, como Robert Capa. Por este motivo, durante mucho tiempo se le culpó al él de haber estropeado los negativos del desembarco de Normandía, de las que sólo sobrevivieron las famosas “Magnificent Eleven”. Idea que fue desestimada por John G. Morris, el célebre editor gráfico, que estaba a cargo de la supervisión del trabajo de Capa en aquel tiempo de la Segunda Guerra Mundial.
Terminada la contienda global, Larry Burrows empezó a realizar sus primeros encargos como fotógrafo, primero como retratista y luego ya como pleno fotoperiodista. Su gran oportunidad llegó con la Guerra de Vietnam, a la que se dedicó por entero durante nueve años, época en la que publicó grandes fotoensayos en la revista Life. Por ejemplo, el conocido One Ride with Yankee Papa 13, donde retrató el día a día de un batallón de los marines norteamericanos, que acaba encontrando la tragedia en un fallido ataque con helicópteros. Este trabajo fue publicado el 16 de abril de 1965, ocupando la portada de la publicación, y todavía se le recuerda como uno de los grandes fotorreportajes de guerra de la historia. Seis años después de este trabajo, la vida de Burrows acabaría de forma dramática, pero su ejemplo pervive gracias a obras como “Reaching Out”. Sólo queda decir que ojalá ningún fotoperiodista tuviera que ser testigo de tanto horror, pero también, ojalá que siempre, cuando se produjera un hecho así, hubiera un fotoperiodista que se encargara de captarlo y comunicarlo al mundo.
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Buena nota!! Saludos!