Robert Wiles – ‘El suicidio de Evelyn McHale’, 1947

Un macabro suceso se convirtió en una de las fotografías más bellas y tristes de la historia. Un suicidio, el de Evelyn McHale, que quedó inmortalizado por Robert Wiles para la historia. La belleza de lo atroz.

Evelyn McHale era un joven de 23 años que decidió lanzarse al vacío desde el mirador del Empire State Building, situado en la planta 83. ¿Qué le llevó a suicidarse aquel 1 de mayo de 1947? Nadie lo sabe. En apariencia, era una joven feliz y enamorada que estaba preparando su boda. Trabajaba como administrativa en una imprenta de Nueva York, y días antes había visitado a su prometido Barry, que trabajaba en la ciudad de Easton. Pero, como tantas otras veces, la mente de un ser humano está llena de recovecos y secretos que pertenecen a lo más íntimo de la persona. Como despedida, dejó una nota donde podemos encontrar que esa aparente felicidad no era tal, y donde atisbamos ese amargor que le invadía antes de tomar tan drástica decisión:

No quiero que nadie dentro o fuera de mi familia vea alguna parte de mí. ¿Podrían destruir mi cuerpo incinerándolo? Les ruego que no me hagan ningún funeral o ningún tipo de ceremonia. Mi novio me pidió casarnos en junio. No creo que pueda ser una buena esposa para nadie. Él estará mucho mejor sin mí. Díganle a mi padre, que tengo muchas de las tendencias de mi madre.

‘El suicidio de Evelyn McHale’, 1947 © Robert Wiles

El suicidio de Evelyn McHale hubiera sido uno más, de no ser porque un estudiante de fotografía, Robert Wiles, escuchó el estruendo del cuerpo de la joven golpeando con estrépito sobre un coche aparcado en la acera. Y sin dudar, acudió al lugar y decidió fotografiar la terrible escena. Consiguiendo algo escalofriante, y la vez maravilloso, que nos habla también del poder de la fotografía. Convertir un hecho luctuoso en algo visualmente bello. “El suicidio más hermoso” lo tituló la revista LIFE cuando la imagen fue recogida por la publicación, dentro de su sección “la fotografía de la semana”. Fueron realizadas otras fotografías del suceso, desde diversos ángulos, pero ninguna alcanzó la perturbadora fuerza de esta imagen. Recogió los detalles precisos, las notas suficientes, ni más ni menos, para conseguir crear una cautivadora historia en forma de instantánea que bien podría titularse La bella durmiente. Nos imaginamos a Wiles abriéndose paso entre la multitud, asomando su cámara fotográfica aterrado y la vez cautivado, pero imbuido por ese espíritu cazador que muchas veces se adueña del impulso de los fotógrafos.

Sin duda la imagen es estéticamente bella. La mujer yace plácidamente tendida a lo largo de la superficie del vehículo, casi como si estuviera dormida. El rostro, desde esta posición, se nos presenta con un rictus tranquilo, sosegado, como si de alguna manera los terribles demonios que sin duda oprimían la existencia de la joven hubieran desaparecido al terminar así con su vida, y la paz invadiera ahora su cuerpo. Un cuerpo que se muestra sorprendentemente entero, con apenas daños externos, a pesar de haber caído desde una altura de 320 metros y estar el coche muy hundido. Únicamente las medias rotas y embarulladas apuntan una nota discordante. De alguna insólita manera parece que el coche hubiera abrazado su cuerpo, se hubiera sacrificado para evitar un sufrimiento mayor a Evelyn McHale del que ya padecía en vida. Y esa serenidad del rostro, como agradecida, viene acompañada por el gesto de su mano izquierda, agarrando su collar, que tal vez escondía un significado especial para ella y pudo ser una forma de reafirmarse en su decisión y afrontarlo con fuerza. Siguiendo sus deseos, el cuerpo fue incinerado y no hubo ningún tipo de funeral.

LIFE Magazine

Desde luego da escalofríos pensar que la imagen de un suicidio pueda ser hermosa. Pero ahí radica una de las características de la fotografía, su capacidad para transformar lo feo en hermoso, lo grotesco en atractivo, el dolor en belleza. Recordemos, por ejemplo, la famosa fotografía del excelso pimiento de Edward Weston, o el trabajo de autores como Joel-Peter Witkin. La fotografía abstrae el contenido de la imagen, y lo detiene en un conjunto de matices, de líneas, de sombras y luces, que crean un conjunto puramente visual, cuyas respuestas encontramos en nuestros propios referentes culturales y sociológicos. Sin un texto que acompañe la imagen, como instantánea fija presentada sin un antes ni un después, tenemos que leer la fotografía guiándonos en parte a nuestro puro instinto visual, donde los trazos externos tienen un enorme peso.

Y aquí precisamente es donde algunos han encontrado el punto débil en cuanto a la fotografía como documento. Lo señaló con insistencia una de las grandes voces teóricas del medio a lo largo de la historia, la gran Susan Sontag. En su conocido ensayo Sobre la fotografía, comentaba que el embellecimiento que provoca la fotografía sobre la realidad, le restaba credibilidad y veracidad. “La tendencia estetizante de la fotografía es tal que el medio que transmite la angustia termina por neutralizarla”, aseguraba la escritora norteamericana. “El impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición… En las últimas décadas, la fotografía ‘comprometida’ ha contribuido a adormecer la conciencia tanto como a despertarla”, recoge en otro pasaje de Sobre la fotografía.

“Una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión es si puede ser verdadera y bella. La gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente, con la ficción”. Las palabras de Sontag provocan siempre un estimulante debate en torno a la fotografía y sus significados. Al analizar la imagen de Robert Wiles es indiscutible que el pulcro envoltorio ha conseguido neutralizar una inmediata reacción de espanto ante lo que contemplamos. Pero también es posible que imágenes así vayan destinadas a un plano superior del subconsciente. No encontramos el dolor de inmediato, sino que penetra más lentamente en nosotros, y al final conduce hacia una reflexión más profunda en torno a las circunstancias, las causas y los motivos de lo que se nos presenta ante nuestros ojos. Lo que sí es evidente es que Robert Wiles encontró aquel día de 1947 una fotografía eterna, la única que llegó a publicar ya que nunca fue un fotógrafo profesional, y que siempre conseguirá provocarnos un estremecimiento producto de ese choque entre la repulsión y la atracción, entre lo bello y lo macabro.

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